viernes, 24 de enero de 2014

Ficción de libertades

-¿Hoy tomaste?- Dice al cruzar el umbral de la puerta y con suaves movimientos llegar hasta donde me encuentro.
-No, hoy no tome. No tuve la necesidad.-

En la mirada infinita me dirijo al sutil movimiento nervioso de sus manos. La atraigo hacía mi con movimiento delicado y cariñoso hasta abrazar su cintura por completo desde mi posición en el bordo sillón inmenso. Sin que lo note y con un dejo de tristeza hago una pausa en mi respiración y de un suspiro tomo valor.

-¿En qué momento decidiste dejarme?-

Sin mirar su rostro siento sus músculos tensarse ante la sorpresa seguido de un alivio instantáneo de la liberación del peso que cargaba su espalda.

-¿Cómo...?-
-Nunca ha sido necesario hablar ciertas cosas, lo sabes. Nos sentimos- Interrumpo con la intención de que mi matiz sea cálido y alejar la culpa de su cuerpo.

Ella calla, puedo ver una lagrima resbalando por su mejilla hasta encallar en la mandíbula. Evitando mi colapso en llanto decido ponerme ante la altura de su mirada y con sutil gesto tomar sus manos. En mi queda el sabor de su piel tras besarles y con un adiós en la mirada decido abandonar el edificio.
Me abandonaba como yo a la construcción de cemento en ese momento, solo que lo suyo era definitivo. La oportunidad del éxito en lejano lugar era su razón, no podía acompañarla esta vez. Esa vida impregnada de sus risas por la mañana llegaban al fin. El aroma de sol que despedía su piel ya no me correspondía. La libertad de elección ya no se encontraba entre mis sabanas ni nuestras calles. Ella partía y en conjunto mi musculo bombeante llegaba a su último latido con nombre y apellido.
Tras algunas cuadras recorridas supe que debía renacer a la par, siempre y nunca más con su presencia. Realice lo duro y arduo de mi nueva tarea. No imaginaba el tiempo que tardaría en volver a regenerar mi motor puesto que sus caricias y gestos eran el combustible que lo hicieron funcionar durante tanto tiempo, tanto que ya un poco de su estrella era parte de mi ser.
Al volver ya había partido, no intente volverle a ver. Escapé a su imagen por tiempo indeterminado, mi cuerpo debía acostumbrarse a su ausencia.
Ya a la rutina escapaba constantemente recorriendo cada puerto en busca de la regeneración. Pude dar cuenta de que más me movía, más tardaba en volver a ser. La idea de plantar mis pies cual árbol ancestral me horrorizaba. No puedo decir que esos tiempos de mi vida fueron un mar de llanto entero ni que las angustias cargadas de vicio me consumieron, no. Fui feliz en la justa medida que cualquier ser necesita para mantener la cordura intacta.
Pasadas las incontables estaciones decidí encallar con la soledad de testigo en verde mar interminable lleno de paz y austeridad. Algunos atardeceres recodaba ciertos detalles con jubilo tal que dejaban en mi una sonrisa tranquila en los labios que acompañaba mi sueño durante las noches. Poco tiempo después de asentarme en ese privado paraíso pude dar cuenta que mi corazón ya estaba sano, entero y un poco más fuerte.
Vislumbraba el atardecer nuevamente, el cielo se teñía de rosas y naranjas apacibles. Una primavera hermosa había comenzado días atrás y con un libro en mi mano disponía el disfrute de la misma ante los últimos momentos de luz natural. Solo cabían andaluces prosas en mi mente para ese momento y antes de poner fin a la última prosa debí desconcentrarme. Los ladridos y agitación de esos tiernos compañeros con cuatro patas se disponían a avisar la llegada de una visita, su euforia se percibía en el aire.
Mi corazón agitado lo sabía, no tuve más que levantar la mirada para verla tras las rejas apoyada en el árbol favorito que no me pertenecía. Los años no habían pasado, su mirada estaba intacta, eterna.
De nuevo su libertad se encontraba a mi lado, transformada pero con la misma esencia.

"Pero sigue con sus flores,
mientras que de pie, en la brisa, 
la luz juega al ajedrez
alto de celosía" 

"La monja gitana" F. Garcia Lorca.




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